En homenaje a Santiago de Chuco, la tierra de César Vallejo
Por Julio Yovera B.
César Vallejo el más universal de nuestros poetas es la concreción de una sensibilidad creadora que tiene sus raíces en Santiago de Chuco, la capital de la provincia andina del departamento de La Libertad, donde nació hace ya más de un siglo. En mucho, el poeta se debe a su tierra madre, pero, a la vez, Santiago de Chuco le debe su universalidad a César Vallejo.
El autor de Los heraldos negros ha globalizado su propio nombre, sus obras y el nombre de su pueblo, pero al mismo tiempo, ese pueblo llenó su alma de emociones, sus retinas de imágenes, sus oídos de música, su olfato de aroma verde y su piel de vibras para captar la vida en su esencia.
Si Vallejo es una fuente inacabable de poesía, el misterio no descifrado del todo, el hombre que polariza, el escritor que se renueva dialécticamente y el militante de una esperanza que pervive, ello se debe en gran parte a que nació y se crió en un lugar que se yergue al pie de la cordillera bajo un cielo bañado de sol durante el día y acompañado de luceros en las noches.
Vallejo suele sacudirnos de frente o de costado. Lo admiramos porque en las peores condiciones jamás arrió banderas. Su solidaridad con los desposeídos no fue para él un asunto de coyuntura o de correlación de fuerzas. Militó a favor de la vida hasta el sacrificio de su propia existencia. Por todo ello los afanosos buscadores de la aurora han convertido su vida y su obra en patrimonio.
Vallejo goza del reconocimiento de la humanidad por su condición de profeta desterrado o de Quijote solidario. Tiene nuestra admiración porque fue el poeta que supo elevar el mundo andino a dimensiones planetarias. Goza de nuestro reconocimiento porque conservó sus raíces. Nuestra adhesión a su vida y sus postulados se debe al hecho que en plena crisis integral del sistema capitalista, en medio de las hordas nazis y fascistas, se mantuvo honestamente combatiente.
Ese Vallejo que nos dice que hay que prepararnos porque ya viene el día, tiene una etapa en la que su poesía no solo huele al aroma fresco de la tierra que lo vio nacer, sino que su poesía es la misma tierra que lo vio nacer.
La poesía del autor de Los heraldos negros está concebida de maizales, trigales, capulíes, verdura, lilas, amapolas, leños y rosas. También está hecha de establo, de sudor de arriero, de adobe, de pan calientito y de chicha de jora. Hay que conocer la floresta de Santiago de Chuco, de Cachicadán, de Santa Cruz de Chuca, de Mollebamba, etc., para entender esa unidad geográfica, telúrica y ecológica, que le da a Vallejo los recursos para lograr una poesía que en todo momento es oración de la tierra o canción del agua.
Si la poesía en general es fuego o manantial. Nieve imponente o valle humilde. Chicoria amarga o polen dulce. Si es espada de guerrero o rosa de pétalos blancos. Si es olivo de amor o relámpago de ira, entonces la racionalidad jamás podrá entenderla. Si es savia del pueblo o raíz de la tierra. Si es canto de combate u oración de la paz, entonces su destino es la inmortalidad.
La poesía de Los heraldos negros se mueve como los ríos, de manera permanente: agitada o lenta, silenciosa o sonora. Parafraseando al viejo griego Heráclito de Efeso, es y no es al mismo tiempo.
He ahí el “secreto” de la vigencia de Los heraldos negros que tuvo en Vallejo a su creador - hacedor.
El poeta de los Heraldos negros se metió en el alma de su pueblo, pueblo que tiene el tiempo de los molles, la misma edad de las piedras, y lleno de una telúrica que atraía a la luna con la misma fuerza que el imán al acero. Esta parte de la patria está gestada de vida y poesía. Más de una voz, peruana o extranjera, ha reconocido que el Perú no es solo una diversidad étnica, también es una diversidad geográfica, cultural, ambiental y ecológica.
El Perú es un emporio de flora y fauna. No en vano cuando llegaron los europeos se llevaron, además del oro y de la plata, las diversas variedades que incrementaron el potaje de los nobles y también el fiambre de los pobres. Ese fue el antecedente de las proyecciones de la gastronomía de los pueblos del Perú.
Veamos algunos casos de presencia de la tierra amada en la obra primera del poeta.
Cuando se incursiona en la poesía, sobre todo en aquellos tiempos de epidemia colonial, los poetas evitaban hablar de la vida pueblerina. Los modernistas, incluyendo a Rubén Darío, exhibían una grandilocuencia que servía para halagar a las musas / hadas.
En Los heraldos… una de las motivaciones poéticas es la mujer, pero no es una diosa de busto griego, ni de cabellos de oro, sino la hembra sencilla del ande, con su “falda de franela”, a quien él recuerda con nostalgia bajo el viento lento de la añoranza.
La andina Rita es una mujer de “junco y capulí”. El junco es la paja que nace en los suelos húmedos, generalmente al pie del río. Nos imaginamos a una mujer delgada y de andar ondulado como el junco movido por el viento. El capulí es una fruta color rosado (¿o guinda?)que solía ser parte del paisaje de Santiago de Chuco. Es redundante decir que las mejillas de las mujeres del Ande tienen el tono de un capulí o de una granadilla.
La mujer que evocaba el poeta, la Rita de junco y capulí, tenía un sabor de “caña de mayo del lugar”. Las cañas del ande norteño son de distintos tipos. Las hay de tallo largo y las hay de tallo ancho. Las dos son dulces y los lugareños suelen tomarlas para sentir que el sumo se hace divinidad en la garganta. La mujer en este caso tiene el sabor de una caña dulce. La tierra le ofrece brinda metáforas al poeta y éste la toma a manos llenas.
Imágenes de la misma fibra de Idilio muerto abundan en la poesía de Los heraldos negros. Hay una pastora vestida “en su humildad de lana heroica y triste” y a pesar de todo se contagia de alegría, de fiesta de pueblo capaz de cosquillear la noche con luces de bengala que se parecen a “trigos de oro” (II Terceto Autóctono).
A la crítica oficial, que veía y sentía con ojos y con alma coloniales, le disgustaba que algún osado poeta trasladara el pueblo andino al reino de la poesía. Les resultaba ofensivo un arte como el de Vallejo. Esto explica en gran parte el silencio de la crítica cuando salió a la luz Los heraldos negros, en 1919 aunque con fecha 1918 en la tapa del libro, como explica también las frases de Clemente Palma que veía en el poeta la encarnación del desvergonzado que deshonra a la sociedad y la cultura trujillana.
Vallejo se extasió de vida y poesía. Bañó sus huesos con chica de jora, la bebida ancestral de los pueblos prehispánicos. Y como acontecía entonces se bebía de manera solemne y ritual. Alrededor de un poyo (lugar de encuentro y de tertulia de las familias andinas (beben) “…labios en coro / la eucaristía de una chicha de oro.” (I, Nostalgias Imperiales).
Y mucho más: “el humo oliendo a sueño y a establo” (Nostalgias imperiales) se penetró en su piel, de manera que ya en Trujillo o en Lima, en París o en Moscú, cuando se hace universal en sus células rojas porta su espíritu andino. No ignora jamás “La Grama mustia” (nostalgias imperiales). Tampoco olvida “el tamarindo de su sombra muerta. (Hojas de ébano)
Seguramente comparó la lluvia gris del cielo de Montmartre con el “aroma de aguacero” de Santiago de Chuco. Y cuando pedía un pan para su sed de justicia, y no solo para calmar su hambre, acaso añoraba sus biscochos servidos por su madre en una mesa de ternura.
Vallejo transitó por los caminos del mundo y fue convirtiéndose en una de las voces universales de la humanidad, pero siempre tendía presente: “La rosa azul que alumbra y da el ser al cardo! (La voz del espejo). En ocasiones cuando el sistema lo golpeaba acaso vendría a su mente “La Mano de agua” (Absoluta), que los humildes pedían y que los moribundos de la guerra clamaban.
Vallejo transitó por diversas sendas del mundo pero lo hizo como el arriero aquel que iba y venía por los caminos de herradura de Santiago de Chuco.
“Arriero, con tu poncho colorado te alejas,
saboreando el romance peruano de tu coca.” (Los arrieros)
En suma, para explicarse a Vallejo integral hay que partir de Santiago de Chuco pues fue un heraldo de pies en tierra que se echó a andar llevando su tierra y sus bondades en su corazón, en sus células rojas y se hizo universal sin hacer a un lado el aroma de la tierra que lo vio nacer.
Muchos de los que admiran su obra no conocen sus raíces. Si lo supieran, vendrían a Santiago a encontrarse con la fuente inagotable de su poesía hecha de la tierra nuestra de cada día.
julioyovera@gmail.com
El autor de Los heraldos negros ha globalizado su propio nombre, sus obras y el nombre de su pueblo, pero al mismo tiempo, ese pueblo llenó su alma de emociones, sus retinas de imágenes, sus oídos de música, su olfato de aroma verde y su piel de vibras para captar la vida en su esencia.
Si Vallejo es una fuente inacabable de poesía, el misterio no descifrado del todo, el hombre que polariza, el escritor que se renueva dialécticamente y el militante de una esperanza que pervive, ello se debe en gran parte a que nació y se crió en un lugar que se yergue al pie de la cordillera bajo un cielo bañado de sol durante el día y acompañado de luceros en las noches.
Vallejo suele sacudirnos de frente o de costado. Lo admiramos porque en las peores condiciones jamás arrió banderas. Su solidaridad con los desposeídos no fue para él un asunto de coyuntura o de correlación de fuerzas. Militó a favor de la vida hasta el sacrificio de su propia existencia. Por todo ello los afanosos buscadores de la aurora han convertido su vida y su obra en patrimonio.
Vallejo goza del reconocimiento de la humanidad por su condición de profeta desterrado o de Quijote solidario. Tiene nuestra admiración porque fue el poeta que supo elevar el mundo andino a dimensiones planetarias. Goza de nuestro reconocimiento porque conservó sus raíces. Nuestra adhesión a su vida y sus postulados se debe al hecho que en plena crisis integral del sistema capitalista, en medio de las hordas nazis y fascistas, se mantuvo honestamente combatiente.
Ese Vallejo que nos dice que hay que prepararnos porque ya viene el día, tiene una etapa en la que su poesía no solo huele al aroma fresco de la tierra que lo vio nacer, sino que su poesía es la misma tierra que lo vio nacer.
La poesía del autor de Los heraldos negros está concebida de maizales, trigales, capulíes, verdura, lilas, amapolas, leños y rosas. También está hecha de establo, de sudor de arriero, de adobe, de pan calientito y de chicha de jora. Hay que conocer la floresta de Santiago de Chuco, de Cachicadán, de Santa Cruz de Chuca, de Mollebamba, etc., para entender esa unidad geográfica, telúrica y ecológica, que le da a Vallejo los recursos para lograr una poesía que en todo momento es oración de la tierra o canción del agua.
Si la poesía en general es fuego o manantial. Nieve imponente o valle humilde. Chicoria amarga o polen dulce. Si es espada de guerrero o rosa de pétalos blancos. Si es olivo de amor o relámpago de ira, entonces la racionalidad jamás podrá entenderla. Si es savia del pueblo o raíz de la tierra. Si es canto de combate u oración de la paz, entonces su destino es la inmortalidad.
La poesía de Los heraldos negros se mueve como los ríos, de manera permanente: agitada o lenta, silenciosa o sonora. Parafraseando al viejo griego Heráclito de Efeso, es y no es al mismo tiempo.
He ahí el “secreto” de la vigencia de Los heraldos negros que tuvo en Vallejo a su creador - hacedor.
El poeta de los Heraldos negros se metió en el alma de su pueblo, pueblo que tiene el tiempo de los molles, la misma edad de las piedras, y lleno de una telúrica que atraía a la luna con la misma fuerza que el imán al acero. Esta parte de la patria está gestada de vida y poesía. Más de una voz, peruana o extranjera, ha reconocido que el Perú no es solo una diversidad étnica, también es una diversidad geográfica, cultural, ambiental y ecológica.
El Perú es un emporio de flora y fauna. No en vano cuando llegaron los europeos se llevaron, además del oro y de la plata, las diversas variedades que incrementaron el potaje de los nobles y también el fiambre de los pobres. Ese fue el antecedente de las proyecciones de la gastronomía de los pueblos del Perú.
Veamos algunos casos de presencia de la tierra amada en la obra primera del poeta.
Cuando se incursiona en la poesía, sobre todo en aquellos tiempos de epidemia colonial, los poetas evitaban hablar de la vida pueblerina. Los modernistas, incluyendo a Rubén Darío, exhibían una grandilocuencia que servía para halagar a las musas / hadas.
En Los heraldos… una de las motivaciones poéticas es la mujer, pero no es una diosa de busto griego, ni de cabellos de oro, sino la hembra sencilla del ande, con su “falda de franela”, a quien él recuerda con nostalgia bajo el viento lento de la añoranza.
La andina Rita es una mujer de “junco y capulí”. El junco es la paja que nace en los suelos húmedos, generalmente al pie del río. Nos imaginamos a una mujer delgada y de andar ondulado como el junco movido por el viento. El capulí es una fruta color rosado (¿o guinda?)que solía ser parte del paisaje de Santiago de Chuco. Es redundante decir que las mejillas de las mujeres del Ande tienen el tono de un capulí o de una granadilla.
La mujer que evocaba el poeta, la Rita de junco y capulí, tenía un sabor de “caña de mayo del lugar”. Las cañas del ande norteño son de distintos tipos. Las hay de tallo largo y las hay de tallo ancho. Las dos son dulces y los lugareños suelen tomarlas para sentir que el sumo se hace divinidad en la garganta. La mujer en este caso tiene el sabor de una caña dulce. La tierra le ofrece brinda metáforas al poeta y éste la toma a manos llenas.
Imágenes de la misma fibra de Idilio muerto abundan en la poesía de Los heraldos negros. Hay una pastora vestida “en su humildad de lana heroica y triste” y a pesar de todo se contagia de alegría, de fiesta de pueblo capaz de cosquillear la noche con luces de bengala que se parecen a “trigos de oro” (II Terceto Autóctono).
A la crítica oficial, que veía y sentía con ojos y con alma coloniales, le disgustaba que algún osado poeta trasladara el pueblo andino al reino de la poesía. Les resultaba ofensivo un arte como el de Vallejo. Esto explica en gran parte el silencio de la crítica cuando salió a la luz Los heraldos negros, en 1919 aunque con fecha 1918 en la tapa del libro, como explica también las frases de Clemente Palma que veía en el poeta la encarnación del desvergonzado que deshonra a la sociedad y la cultura trujillana.
Vallejo se extasió de vida y poesía. Bañó sus huesos con chica de jora, la bebida ancestral de los pueblos prehispánicos. Y como acontecía entonces se bebía de manera solemne y ritual. Alrededor de un poyo (lugar de encuentro y de tertulia de las familias andinas (beben) “…labios en coro / la eucaristía de una chicha de oro.” (I, Nostalgias Imperiales).
Y mucho más: “el humo oliendo a sueño y a establo” (Nostalgias imperiales) se penetró en su piel, de manera que ya en Trujillo o en Lima, en París o en Moscú, cuando se hace universal en sus células rojas porta su espíritu andino. No ignora jamás “La Grama mustia” (nostalgias imperiales). Tampoco olvida “el tamarindo de su sombra muerta. (Hojas de ébano)
Seguramente comparó la lluvia gris del cielo de Montmartre con el “aroma de aguacero” de Santiago de Chuco. Y cuando pedía un pan para su sed de justicia, y no solo para calmar su hambre, acaso añoraba sus biscochos servidos por su madre en una mesa de ternura.
Vallejo transitó por los caminos del mundo y fue convirtiéndose en una de las voces universales de la humanidad, pero siempre tendía presente: “La rosa azul que alumbra y da el ser al cardo! (La voz del espejo). En ocasiones cuando el sistema lo golpeaba acaso vendría a su mente “La Mano de agua” (Absoluta), que los humildes pedían y que los moribundos de la guerra clamaban.
Vallejo transitó por diversas sendas del mundo pero lo hizo como el arriero aquel que iba y venía por los caminos de herradura de Santiago de Chuco.
“Arriero, con tu poncho colorado te alejas,
saboreando el romance peruano de tu coca.” (Los arrieros)
En suma, para explicarse a Vallejo integral hay que partir de Santiago de Chuco pues fue un heraldo de pies en tierra que se echó a andar llevando su tierra y sus bondades en su corazón, en sus células rojas y se hizo universal sin hacer a un lado el aroma de la tierra que lo vio nacer.
Muchos de los que admiran su obra no conocen sus raíces. Si lo supieran, vendrían a Santiago a encontrarse con la fuente inagotable de su poesía hecha de la tierra nuestra de cada día.
julioyovera@gmail.com
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